|
A - I n f o s
|
|
a multi-lingual news service by, for, and about anarchists
**
News in all languages
Last 30 posts (Homepage)
Last two
weeks' posts
Our
archives of old posts
The last 100 posts, according
to language
Greek_
中文 Chinese_
Castellano_
Catalan_
Deutsch_
Nederlands_
English_
Francais_
Italiano_
Polski_
Português_
Russkyi_
Suomi_
Svenska_
Türkurkish_
The.Supplement
The First Few Lines of The Last 10 posts in:
Castellano_
Deutsch_
Nederlands_
English_
Français_
Italiano_
Polski_
Português_
Russkyi_
Suomi_
Svenska_
Türkçe_
First few lines of all posts of last 24 hours
Links to indexes of first few lines of all posts
of past 30 days |
of 2002 |
of 2003 |
of 2004 |
of 2005 |
of 2006 |
of 2007 |
of 2008 |
of 2009 |
of 2010 |
of 2011 |
of 2012 |
of 2013 |
of 2014 |
of 2015 |
of 2016 |
of 2017 |
of 2018 |
of 2019 |
of 2020 |
of 2021 |
of 2022 |
of 2023 |
of 2024
Syndication Of A-Infos - including
RDF - How to Syndicate A-Infos
Subscribe to the a-infos newsgroups
(ca) Spaine, Regeneracion: ¿Un guillenismo tras Guillén? (de, en, it, pt, tr)[Traducción automática]
Date
Mon, 30 Sep 2024 08:43:58 +0300
Nota explicativa: este articulo pertenece a la biografía "Abraham
Guillén. Guerrilla y autogestión" publicada por la Confederación General
Solidaridad Obrera el año 2020 y escrita por José Luis Carretero
Miramar. Agradecemos profundamente al Autor y al Sindicato Solidaridad
Obrera que hayan accedido a compartir un capítulo entero en nuestro
medio. También les agradecemos de corazón la tarea de rescatar la
historia y las aportaciones de teoría estratégica revolucionaria de un
libertario que no debe caer en el olvido.
Es factible, incluso deseable, reivindicar a Guillén hoy? ¿Tiene su
pensamiento algún tipo de funcionalidad para la transformación social a
las puertas de la segunda década del siglo XXI? ¿Es Guillén, únicamente,
un hijo del desarrollista y tecnófilo siglo XX cuyas perspectivas
fundamentales han sido sobrepasadas por el despliegue de la crisis
ecológica, la entronización de la política institucional como única vía
de traducción de los deseos y necesidades de los de abajo, y la
ubicuidad de las "guerras culturales"? ¿Hay lugar para un "guillenismo"
en un universo cultural copado por el posmodernismo, la metapolítica
trumpiana y las pasiones de la identidad? Vamos a verlo, intentando
desentrañar cuáles son los ejes fundamentales del pensamiento de Guillén
y su aplicabilidad al escenario social y político actual, más allá de la
hojarasca generada por la abundante verbosidad de Abraham y los fulgores
tramposos de quienes reducen a nuestro biografiado a un simple
significante vacío del "riotporn" virtual.
Nos decía, en una reciente conversación telefónica desde el pueblo
castellano donde ahora habita, Mariano de la Iglesia, el inquebrantable
amigo que cuidó de sus últimos latidos, que Guillén "analizaba los
acontecimientos de la realidad en lugar de estar con la ideología todo
el día". Se trata de un magnífico resumen de lo que es esencial en la
obra guilleniana, y que hoy ya debería bastar para reivindicar su nombre
y su legado en contraste con los sermones habituales de la actual
izquierda transformadora (lo de revolucionaria, parece ser, ya no lo
reivindica nadie). Una izquierda pacata, moralista, tremendamente
aburrida y sectaria, adicta a utopías pastoriles que llaman a la
pasividad, a las "pasiones tristes" de las que hablaba Spinoza, a la
fraseología dogmática sobre la identidad y a la negación, supuestamente
docta, de su propia condición de sujeto.
Son tres los ejes fundamentales del pensamiento guilleniano que podemos
empezar a confrontar con una realidad que es la de la derrota absoluta
del proyecto revolucionario, entre otras razones por su incomparecencia
en las luchas sociales de nuestro tiempo, y su sustitución por una
amalgama viscosa de anhelos socialdemócratas confesos o inconfesos,
narcisismo rampante que busca un lugar cómodo bajo el sol de la fama
virtual, e insolidaridad supuestamente justificada a fuerza de fustigar
al siempre útil espectro del Maquiavelo traducido por la más áurea casta
académica, que ha conseguido desvincular totalmente en nuestras mentes
teoría y praxis con un marasmo de palabras inconexas.
Esos tres conceptos esenciales son: anti-imperialismo, guerrilla urbana
y autogestión. Los tres grandes campos del saber y la praxis en los que
destacó Guillén, y que analizó, vivió y desmenuzó, con sus letras y su
cuerpo, hasta las últimas consecuencias.
El antiimperialismo de Guillén es la primera de sus apuestas teóricas, y
la base de gran parte de su práctica vivencial en América Latina.
Guillén enfrenta con ello la concepción eurocéntrica de gran parte de la
izquierda occidental actual, iluminando con absoluta claridad los
mecanismos de generación de la desigualdad, la miseria y la violencia en
el Tercer Mundo (lo que otros han llamado la Periferia del sistema
capitalista).
El intercambio desigual, la explotación de las materias primas del Sur,
son elementos constitutivos e imprescindibles para la existencia de la
sociedad de consumo del Norte. Organismos internacionales como el FMI o
el Banco Mundial trabajan como ejecutores del brutal chantaje económico
que garantiza la abundancia en los barrios ricos de Occidente. El cuerpo
de marines, y los golpes militares animados por las embajadas del
liberalismo, son el palo que acompaña a la zanahoria de la inversión
externa y los créditos internacionales. Frente a la tendencia imparable
a la moralina paralizante de las oenegés de nuestro tiempo y la
socialización de la "culpa" practicada por las grandes Fundaciones
filantrópicas de los milmillonarios del Norte, Guillén sabe que la única
salida posible al dolor titánico del Sur pasa por la lucha social. Y que
la única opción justa para quienes desde aquí miramos esas luchas es una
solidaridad efectiva que vaya más allá de la verbosidad y del paternalismo.
Una lucha. La misma lucha. En el Norte y en el Sur. La lucha contra el
Capital. Lejos del recurso al "exotismo" que tan bien queda en las
vestimentas ideológicas de la intelectualidad progresista occidental.
Lejos de las farfollas sobre la "pureza primigenia" (social, espiritual
o económica, tanto da) de los pueblos originarios, que se quieren
detenidos en el tiempo para siempre, sin una voz y un dinamismo propios,
para poder alimentar las tesis doctorales de los hijos de la pequeña
burguesía del Norte. Lejos de la mirada paternalista del que elige
apoyar sólo lo que discursea el mismo discurso que uno, o que uno puede
traducir cómodamente a su propia propuesta, aunque sea a base de
piruetas lógicas que nadie va a denunciar porque el Sur está muy lejos,
pese a que luego las luchas reales vayan por otro lado.
Guillén sabe que los indígenas, como todos los habitantes del planeta,
por otra parte, probablemente quieren autonomía, respeto a sus
instituciones y tradiciones propias; espiritualidad y cuidado de la
naturaleza, pero también, muy posiblemente, agua corriente, un sistema
gratuito y universal de salud y acceso a los medios de producción para
trabajarlos colectivamente. El Sur no denuncia el "progreso", porque en
realidad este nunca ha sucedido; sino la verbosidad "progresista" de los
conquistadores. No quiere ser "imitado" en sus canciones, ritos o mitos;
sino la solidaridad concreta en la lucha real por objetivos reales.
Y para ganar luchas reales, más allá de las brumosas disquisiciones de
las tribus académicas alternativas, es necesaria una política real de
alianzas. Convengamos en algo básico: el capital es más fuerte, tiene
más recursos, más potencia de fuego, más fuerzas militares, culturales,
económicas, políticas. Más dinero, que es equivalente general que puede
intercambiarse por cualquier otra cosa. Ninguno de nosotros lo va a
derrotar por separado. Tenemos que golpear juntos. Y ello, incluso,
aunque no pensemos lo mismo respecto a que vamos a hacer después o a que
dioses (entes divinos o paradigmas teóricos) hemos de orar. Da igual si
queremos llorarle a Lenin, a Bakunin, a Jesucristo, a Buda o a Al
Afgani: si queremos dejar de ejercer de plañideras y tomar el control,
la construcción de una gran alianza social revolucionaria es la primera
tarea del día.
Ese es un punto básico del pensamiento guilleniano. La lucha
antiimperialista necesita de una gran alianza transversal (como se dice
ahora) que incorpore a militantes de ideologías diversas; a sectores
sociales que abarcan desde el proletariado urbano o los peones rurales,
hasta la pequeña burguesía nacional. Anarquistas, comunistas,
trostkistas, republicanos, pero también cristianos de base, autónomos y
pequeños empresarios no ligados al mercado global, y militares con
conciencia patriótica y anticolonial. Demasiado barullo para los
constructores de sistemas teóricos de pureza impoluta, que nunca se
manchan con la realidad concreta y divagan sobre la sociedad ideal
cuando "todo esto caiga por sí mismo" (algo que nunca ha sucedido), que
tanto abundan hoy en día.
Es por eso que la alianza se tiene que construir sobre las necesidades
reales, materiales, efectivas, de las luchas, y no sobre la
compatibilidad de los discursos con los grandes mantras de los sectarios
de todo pelaje. Para construir la alianza es necesario, como decía
Guillén "dejar de pensar que basta con cambiarle el nombre a las cosas",
porque, como también decía: "las contradicciones sólo se resuelven por
la acción".
Y este proyecto de alianza nos lleva necesariamente a la crítica abierta
de la textura posmoderna de la izquierda occidental actual. Una crítica
que, avisamos, no apuesta por el retorno a las viejas seguridades de la
ortodoxia marxista o anarquista; sino por la afirmación de la necesidad
perentoria de la conexión sobre el autoanálisis.
Nos explicaremos: llevamos ya más de sesenta años de hegemonía
ideológica de las distintas vertientes del posmodernismo en los
movimientos sociales. Pese a que a algunos les guste hablar de un
"neoanarquismo" o una "Nueva Izquierda" para calificar sus teorías, gran
parte de los militantes de los movimientos ya hemos pasado décadas
experimentando con dichas novedades. Y el resultado empírico, seamos
realistas, ha sido bastante deficiente.
El posmodernismo político y sus discursos asociados (ya sea negriniano,
foucaultiano, etc.) se constituye en oposición a los discursos ortodoxos
de la izquierda de la modernidad. Al positivismo estrecho y la "lengua
de madera" de la extrema izquierda soviética o sovietizante, pero no
sólo a ella. También al universalismo eurocéntrico, al cientificismo
acientífico y a la alienante comprensión de la herramienta partido
difundida por el marxismo-leninismo.
Se trata, quizás, de una ruptura necesaria con un mundo en decadencia.
Pero el legado práctico del posmodernismo, aplicado en los movimientos
sociales como discurso hegemónico en las últimas décadas, ha sido
realmente decepcionante. No creo que se pueda negar que estamos mucho
peor que antes, que acumulamos derrotas y que hemos perdido todo
universo discursivo compartido. En estas circunstancias, existe una
insatisfacción generalizada, difusa pero real, que raya con la
desafección abierta, respecto al discurso y las prácticas posmodernas en
los movimientos.
Esta insatisfacción es el resultado de décadas de derrotas y, sobre
todo, de marginalidad autoimpuesta. La pasión por el autoanálisis del
posmodernismo "realmente existente" ha operado como un gigantesco
vórtice disolvente en los movimientos populares. Al ver el poder en
todas partes (la microfísica del poder), los movimientos no sólo han
puesto en cuestión su misma condición de sujetos políticos y sociales,
sino que también han multiplicado la difusión exponencial, en los
ámbitos militantes, de lo que los jesuitas llaman "el síndrome de Lucifer".
El "síndrome de Lucifer" es un concepto que sirve para explicar un
determinado funcionamiento dañino de un grupo que practica los
"ejercicios espirituales". Cuando en el grupo se produce una deriva
hacia un moralismo exacerbado, se multiplica el análisis de las minucias
personales desde una perspectiva agresiva y se culpabiliza abiertamente
a cada uno de cosas que son normales en el mundo social en el que nos
movemos, y por tanto, con las que todos tenemos una relación cotidiana
de conflictividad (caracterizándolas de "colaboración con el enemigo",
"grandes pecados" o "taras ideológicas insalvables"), los sujetos
integrantes del grupo empiezan a encerrarse en sí mismos. Nadie se
atreve a hablar, porque todo puede ser entendido como una transgresión y
castigado inmediatamente. La desconfianza cunde entre los miembros del
grupo. La tendencia hacia la práctica efectiva y colectiva de mejora se
disuelve en un malsano teatro de afirmaciones de conformidad. Las
camarillas pugnan por el poder sin que nadie pueda hacer explícita la
situación. Da la sensación de que Lucifer se ha adueñado de las
relaciones entre los miembros del grupo, que han pasado a ser
insinceras, faltas de creatividad y a estar habitadas por una violencia
inexpresable, pese a que, formalmente; no haya conflicto alguno sobre la
mesa. El grupo, finalmente, se disuelve porque sus miembros prefieren el
caótico y explotador mundo exterior (que aún admite algunas quiebras de
libertad) que el densamente dañino mundo de la secta volcada sobre sí
misma y dedicada al autoanálisis interminable.
Digan lo que digan los teóricos del posmodernismo (y aunque,
precisamente, sea esto lo que quieran denunciar con sus escritos) la
pasión posmoderna por encontrar (y anatemizar) todo rastro de micropoder
en las relaciones, aplicada en su práctica efectiva, constituye en la
cotidianidad de los movimientos, una y otra vez, este tipo de
escenarios. Una cotidianidad que se vuelve pacata, asfixiante, puritana
y, muchas veces, habitada por una violencia sorda e inexpresable.
No hay duda de que la crítica posmoderna fue necesaria. No se trata de
volver acríticamente a la ortodoxia positivista de la modernidad. Lo que
ocurre es que el posmodernismo ha de ser superado. Los teóricos del
neoanarquismo tratan toda crítica a sus posiciones como un retorno a lo
viejo, algo que, afectivamente, es imposible y sería dañino. Se han
quedado atrapados en un viejo debate que ya terminó hace tiempo. Están,
como decían los Sex Pistols, "azotando a un caballo muerto". Lo que
ahora pretende ponerse encima de la mesa es una crítica nueva del
posmodernismo, un nuevo paradigma que, seguramente, sacará muchas ideas
de lo viejo (reinterpretándolas y readaptándolas, como siempre sucede en
los cambios de paradigma,) y también de lo posmoderno.
Esa crítica nueva está por hacer en términos puramente filosóficos y
sociológicos, pero se está apuntando ya en la práctica efectiva de
quienes tratan de reconstruir los movimientos, dejando a un lado la
praxis posmoderna de las últimas décadas. Sólo apuntaremos algo que
creemos importante en ese camino: tras la etapa de búsqueda de la Verdad
(modernidad), y la etapa del autoanálisis en busca de la telaraña de los
micropoderes (posmodernidad), ha de llegar la era de la conexión.
El posmodernismo ha tenido sus virtudes, no hay duda, pero ha generado
también una desconfianza titánica frente a la posibilidad de la
conexión. El autoanálisis interminable, la disolución del sujeto, la
utópica búsqueda de la pureza en las relaciones, se han vuelto barreras
infranqueables frente a la práctica del diálogo. Mucho más si hablamos
del diálogo con las masas no politizadas, con la "gente común".
Conexión, diálogo, alianza. Sobre todo alianza. Esos son los ejes
fundamentales que han de alimentar un paradigma nuevo para un movimiento
revolucionario nuevo en un mundo social cada vez más fragmentado y violento.
Guillén nos habla de eso porque, entre otras cosas, habla desde la
práctica revolucionaria más que desde el púlpito académico. En los
posgrados, no hay duda, todos los gatos son pardos. En las calles, en
los centros de trabajo, en los desahucios, escuchar y ser sinceros es,
quizás, más importante que tener la Verdad o que sobre-analizar cada
interacción. La ultraderecha, vigilante, ha intuido esta crisis del
paradigma posmoderno y trata de canalizar la decepción hacia tonalidades
identitarias y autoritarias. Saben lo que hacen: están peleando por el
control y diseño del paradigma futuro, mientras los teóricos de la Nueva
Izquierda y el Neoanarquismo batallan contra el espectro de sus mayores
en una guerra que acabó hace décadas. El paradigma trumpiano niega la
conexión en nombre del "Nosotros Primero", mientras multiplica la
violencia y acrece la guerra social de todos contra todos. En ese
escenario no podemos seguir encerrados en un interminable "¿Quiénes
somos nosotros?, ¿cuáles son las contradicciones de mi ombligo?".
Y eso nos lleva al segundo eje fundamental del pensamiento guilleniano:
Guillén es uno de los mayores teóricos globales de la guerrilla urbana.
Un tema peligroso, este, en los tiempos de la inflación punitiva de la
Audiencia Nacional y del Derecho Penal del enemigo.
Pero recordemos que Guillén anuncia que la estrategia guerrillera sólo
puede triunfar si es la guerra de todo un pueblo contra un enemigo
común. Si tiene detrás de sí al 80 % de la población. En otro caso (como
en el escenario actual de la mayoría de los países de nuestro entorno)
no sería (lo dice el propio Abraham) más que una sangrienta forma de
"levantar la liebre para que otros la cacen". No estamos, todo lo
sabemos, en un contexto así en la España de inicios del siglo XXI. Una
estrategia de lucha armada se muestra extemporánea en este estadio de
desarrollo del conflicto social y de las fuerzas revolucionarias en
nuestro país. Pero detrás de la propuesta propiamente militar de
Guillén, se encuentran toda una miríada de conceptos que sí son
importantes para la práctica revolucionaria en nuestro tiempo.
El principal de ellos es que en la guerra revolucionaria es más
importante conquistar población, que conquistar territorios o recursos.
Esta afirmación, que consideramos totalmente aplicable a la práctica
política de los movimientos sociales y sindicales, parte de la
diferenciación básica entre una estrategia de guerra (o conflicto)
burguesa y una revolucionaria. Y rompe completamente con lo que nos
hemos acostumbrado a oír de boca del reformismo populista de los últimos
tiempos.
Frente a la estrategia de la "guerra de posiciones" de Podemitas y
errejonistas, Guillén afirma, no una simple "guerra de movimientos",
sino una estrategia "político-militar" encaminada fundamentalmente a
"ganar población".
La preferencia de por la "guerra de posiciones" del ala electoralista de
la izquierda tiene un origen práctico claro: justifica la lucha por los
sillones, por las trincheras institucionales en las que afincarse.
Además, tiene un origen teórico que se quiere respetable: sigue la
estela de los "Cuadernos de la cárcel" de Gramsci, convertido en un
apóstol de la guerra cultural, casi en una vedette de la posmodernidad.
Por supuesto, no nos cuentan que Gramsci era más bien un militante
abnegado y bastante ortodoxo de la III Internacional, que partía de un
cientificismo acusado; que es lo que le lleva a defender la "guerra de
posiciones" como la forma de "guerra realmente moderna", por ser la que
efectivamente se ha practicado en las trincheras de Verdún, entre las
potencias contendientes en la Primera Guerra Mundial. Un origen prosaico
para las sofisticadas diatribas podemitas sobre la estrategia para el
asalto a las instituciones.
Lo cierto es que, tras la blitzkrieg nazi en los inicios de la Segunda
Guerra Mundial, que les permitió aniquilar la supuestamente inexpugnable
"línea Maginot" francesa gracias a la tecnología superior y la enorme
movilidad de sus divisiones motorizadas, la estrategia militar moderna
ya no va por el camino de "guerra de posiciones", las trincheras, y
todas esas zarandajas. Como afirma Guillén reiteradamente en su obra,
los ataques frontales frente a un enemigo mejor pertrechado para ganar
colinas no son, en modo alguno, una estrategia militar brillante para un
ejército revolucionario.
La guerra para la que se preparan las fuerzas de la OTAN en la
actualidad no es una guerra de trincheras, de disputa por ciudades y
territorio; sino una guerra híbrida en la que, más que el territorio,
está en cuestión la fidelidad de la población. En la que el componente
propiamente social se convierte en decisivo frente a grupos insurgentes
con armas improvisadas, diseminados en las grandes ciudades actuando
"como en piel de leopardo", como decía Guillén. La tecnología, la
potencia de fuego y la conectividad ayudan en gran manera para ganar
estas guerras, pero la política de alianzas y el programa político
efectivamente implementado se vuelven decisivos. Las personas son el
gran recurso, y el gran objetivo de la guerra: "personas, ideas,
máquinas, pero precisamente en este orden", decía John Boyd, militar
norteamericano que diseñó la estrategia imperialista en la Guerra del Golfo.
Es por eso por lo que Guillén nos puede servir para prefigurar una
política revolucionaria híbrida, más allá de la lucha armada. Una línea
que determine la actividad sindical o social con el objetivo de ganar
población, y no sillones o tests de pureza. La guerra de posiciones
podemita nos lleva a que, controlando territorio (puestos) nuestra
influencia sobre la población sea cada vez menor (sus mentes y corazones
son cada vez más sensibles a las diatribas ultraderechistas sobre la
identidad). Atrincherados en sus sillones, los amigos del asalto a las
instituciones olvidan raudamente que la conexión con las necesidades de
la población es la primera tarea. Que la alianza sólo se construye con
personas, clases sociales, grupos organizados o no.
No nos engañemos: la lucha revolucionaria es un tipo especial de gestión
del conflicto, que implica lineamientos estratégicos distintos que los
usados usualmente en la política y la guerra burguesas. Nunca, o por lo
menos, no en un futuro previsible a medio plazo, vamos a tener mayor
potencia de fuego que el adversario (acceso a los medios de
comunicación, financiación, recursos técnicos). Tenemos que solventar
esa desproporción con una estrategia que evite los choques frontales
suicidas, las "guerras privadas" con las fuerzas represivas, y las
estrategias de "foco" que puedan ser aisladas, y que maximice las
ganancias de población. Nada de dedicarnos a cavar trincheras y elegir
jefes con todas las prerrogativas, sino movernos rápidamente y dialogar
con los sectores populares. Sobre todo, dialogar, escuchar, cooperar,
aliarse, conectar lo fragmentado, lo disperso.
Y eso nos lleva al último eje del pensamiento guilleniano: la
autogestión. La autogestión es un proyecto viable de futuro, porque se
basa en la potencia de la cooperación, como alternativa a la imposición
del mando. La autogestión busca la alianza y la conexión, porque como
indica Guillén; impone la necesidad práctica de federar e integrar las
experiencias.
La autogestión es una alternativa global, pero también un principio
gestor de lo cotidiano, del espacio local. Cohonesta los derechos con la
organización, y puede permitir (bien gestionada) una colectividad no
alienante, así como favorecer una individualidad en pleno desarrollo,
pero ligada con lo común.
Lo problemático del pensamiento de Guillén, en relación con los
discursos de la izquierda actual, es lo relativo a la conexión de su
apuesta por la autogestión con sus intuiciones sobre la centralidad del
avance tecnológico para construcción de una sociedad socialista
libertaria. En un mundo narrativo, el del anarquismo actual, que apuesta
por la Deep ecology, el decrecimiento, y la crítica de la ciencia, la
racionalidad y la modernidad; el discurso inequívocamente desarrollista
(pero "en el buen sentido"), racionalista y tecnófilo de Abraham puede
parecer extemporáneo. Pero también es enormemente necesario.
Debemos partir de la base de que la ciencia ha sido, históricamente, una
gran aliada del ecologismo más consecuente. Es gracias a los diversos
avances científicos en la biología, la química, la estadística, la
medicina, etc., que sabemos que la crisis ecológica es real y está aquí.
En gran medida, el ecologismo consiguió popularizarse en los años
ochenta y noventa, gracias a este paraguas científico de su discurso que
puede explicitarnos, desde la racionalidad más acusada; que existe un
problema de cambio climático o cuales son las consecuencias y mecanismos
de la contaminación de acuíferos y ecosistemas. De hecho, Greta Thumberg
(si alguien se molesta en oír sus discursos en "versión original") no
para de repetirlo: es precisamente la ciencia la que nos dice que la
crisis ecológica está a las puertas y es imparable.
Pero, en gran medida, el ecologismo militante y alternativo, y aún más
el ecologismo intelectual y los distintos ecoanarquismos, se han
centrado en una corriente distinta del pensamiento en defensa del medio
natural: la Deep ecology; basada en una crítica destructiva de la
ciencia, la modernidad, el racionalismo y la tecnología.
Poco se han tenido en cuenta, a este respecto, el certerísimo análisis
crítico que algunos padres fundadores y miembros destacados del
movimiento de la ecología social, como Murray Bookchin o Janet Biehl han
opuesto a la expansión de estas corrientes, resaltando su creciente
deriva tradicionalista y reaccionaria. Tampoco ha importado que Biehl y
Peter Standenmaier nos hayan avisado de la potencia política que la
ultraderecha extrae de este tipo de planteamientos, al narrarnos la
historia de la corriente ecologista del nacionalsocialismo en su libro
"Ecofascismo"
Los orígenes reaccionarios y el espiritualismo tradicionalista de muchos
de los gurús de la Deep Ecology como Ellul no son elementos accidentales
en su visión del mundo. Arrastrado por la crítica irracionalista y
global de la modernidad y de la tecnología, el movimiento ecologista ha
abierto espacios para propuestas tradicionalistas, supuestamente
comunalistas (pero entendiendo la comuna como una "comunidad total"),
tremendamente sectarias y colindantes con la extrema derecha como la de
Félix Rodrigo Mora.
Las alabanzas metafísicas a las "viejas seguridades" y las viejas
instituciones (la familia, la comunidad aldeana y sus sacerdotes, la
maternidad "sagrada"), el anhelo de la "vuelta atrás" a la Arcadia
perdida, la expansión de un discurso que no quiere someterse a ningún
tipo de paradigma "estrechamente racionalista" y que por lo tanto no
puede ser sometido a crítica alguna; han proliferado en un espacio
ecoanarquista que parece en ocasiones el de un carlismo redivivo, pero
más reaccionario que el del carlismo expreso actual.
En este escenario, la apuesta tecnófila y racionalista de Guillén,
acompañada de una emergente conciencia ecológica, adquiere un nuevo
significado: frente a las propuestas que nos hablan de la necesidad de
la vuelta atrás, de las bondades primigenias de las sociedades
precapitalistas y de las aldeas medievales; Guillén nos avisa de que la
historia nunca camina hacia atrás, de que todo cambia, pero nunca vuelve
al inicio. Los ciclos sociales no se repiten idénticos, sino
cualitativamente transformados. Y las sociedades precapitalistas, de un
modo u otro y tras una larga evolución, son precisamente las que han
dado lugar al actual vórtice ecocida del capitalismo. Incluso Theodore
Kaczynski ha narrado esto. El proceso de acumulación, y las tensiones,
contradicciones y desigualdades asociadas a él, han sido una exigencia
material para la especie en un mundo en el que los recursos eran escasos
y la población creciente. Y ese ciclo de transformaciones sólo puede
encauzarse de manera virtuosa para todos y para el ecosistema planetario
en una sociedad de la abundancia, donde la competencia por los recursos
básicos se vea mitigada.
Abundancia, decimos. Pero, en términos guillenianos, la palabra
abundancia viene referida a la posibilidad de tener cubiertas las
necesidades básicas y de poder expandir las propias potencialidades
individuales. Eso poco tiene que ver con el consumo ecocida de la
sociedad del capital. Concretemos, además: con la sociedad del capital
del Norte, con los escaparates de los marketplaces de las grandes
corporaciones de las capitales imperialistas.
Esto nos lleva a nuevas derivas polémicas: ¿qué podemos pensar,
entonces, del decrecimiento o del colapso inminente del capitalismo que
algunos anuncian insistentemente?
Entendámonos: Guillén sabe que lo esencial del colapso de un capitalismo
en plena decadencia es que no tiene fin si no le ponemos fin. El Imperio
Romano estuvo colapsando más de quinientos años (más de mil, si tenemos
en cuenta a Bizancio) y sólo cayó definitivamente con un fuerte empujón
externo, por las migraciones masivas de los llamados "bárbaros". La
civilización china ha colapsado ya un buen número de veces, pero ninguna
de ellas ha emergido un escenario madmaxista ni se ha vuelto, realmente,
al inicio de los tiempos y a una economía de pura subsistencia,
abandonando todo lo aprendido por el camino.
La creciente senilidad de la sociedad del capital, el hecho de que va a
tener un final como lo han tenido todos los modos anteriores de
producción de la humanidad; no debe empujarnos a creer que el Estado, la
explotación, la violencia de los poderosos, cesarán por sí solas en una
especie de catarsis autoinducida por sus propias contradicciones,
hagamos lo que hagamos. El Capital también se prepara para un posible
colapso acumulando recursos. Y en un escenario de descomposición
acelerada del sistema los señores de la guerra tienen más ventaja que
los espirituales hortelanos ecológicos, como bien saben en Somalia o en
Libia.
Así que sólo la acción revolucionaria puede derrocar a la explotación y
a la opresión, a la sociedad del capital. Sólo la acción puede convertir
el colapso, que no es más que otro nombre de la creciente pesadilla de
la cotidianidad, en una oportunidad. Y, puestos a plantearse el problema
de la acción, habrá que tener en cuenta que los discursos que llaman al
movimiento revolucionario a "descomplejizarse, destecnologizarse,
decrecer y desurbanizarse" son llamadas a la pasividad y a la debilidad.
No hay nada más complejo que la naturaleza. Los discursos que oponen la
supuesta simplicidad de lo natural frente a lo supuestamente complejo de
lo artificial son simples derivas del pensamiento religioso, que
defiende la prístina superioridad de la obra de Dios sobre la del
hombre. Un ecosistema es un sistema mucho más complejo que cualquier
máquina que hayamos creado. Por eso, precisamente, nuestras máquinas y
nuestras actividades económicas entran en conflicto con el ecosistema:
porque en su diseño hemos sido demasiado simples y no hemos tenido
cuenta toda la complejidad de las relaciones de la naturaleza, su
interdependencia. No se trata de ser "más simples", sino de captar la
complejidad con mayor profundidad. Una asamblea es mucho más compleja
que el ordeno y mando. Una sociedad autogestionaria no será más simple,
sino más compleja: habrá que tener en cuenta a todas y todos, incorporar
elementos de participación que no existen, dar entrada al principio
federativo que crea estructuras mucho menos arborescentes y más
rizomáticas, etc.
Un movimiento para el siglo XXI tendrá que aposentar su fuerza en las
ciudades, en las grandes megalópolis. Por primera vez en la historia,
más de la mitad de la población mundial vive en las grandes urbes, en
barriadas degradadas sin servicios básicos y siempre al borde de la
explosión social. Los revolucionarios no deben huir a dar discursos
espirituales a las vacas, en campos abandonados. Dejemos eso para los
aprendices de profetas. Quienes viven en el campo sabrán construir su
propio discurso, y su propio movimiento. Respetémoslos. Los
revolucionarios deben organizar la lucha social en las grandes selvas de
cemento, donde están las gentes, y en los pueblos de chabolas habitados
por los jornaleros del agrobusiness. Antes de poder construir las
agrovillas del futuro, acabando para siempre con la contradicción
campo-ciudad y con la brutal huella ecológica de las megalópolis, los
revolucionarios deberán organizar y aliarse con las masas irritadas e
irritantes (quizás ese sea el problema) de los slums, las villas
miserias, las favelas, y las barriadas. Cada cosa a su tiempo.
¿Y la tecnología? Un movimiento revolucionario que no domina, comprende
y utiliza todas las tecnologías de su tiempo está condenado al fracaso.
Abandonar las máquinas a los explotadores es abandonar nuestro trabajo
pasado para que sea valorizado por los amos. Para que los amos se hagan
cada vez más fuertes con el producto de nuestro trabajo, y nosotros
seamos cada vez más débiles. No usar la ciencia, la técnica y el saber
para la revolución es condenarse a la derrota perpetua. Además, como
indica reiteradamente Guillén, sólo la liberación de la técnica (su
liberación del Capital) puede liberar a la especie humana creando la
sociedad de la abundancia.
La tecnología es un campo de batalla, como el sindical, el de la
vivienda o el de la ecología. La tecnología, la ciencia, el saber; son
el gran cuello de botella que en estos momentos genera la crisis de
acumulación del capital, que continúa larvada tras la Gran Recesión de
2008. No se sabe cómo valorizar, en términos de plusvalor, unas
tecnologías que avanzan exponencialmente, pero que tienen más
potencialidades para la cooperación que para la mercantilización. El
encauzamiento de las nuevas tecnologías en el campo de las herramientas
de vigilancia permanente que está operando el capital, no debe hacernos
olvidar que su potencialidad para la generación de un saber y un Big
Data de la autogestión son decisivas. Guillén vio eso con prístina
claridad y mucho antes que muchos otros.
Así que estos son los grandes elementos rescatables del pensamiento de
Guillén: el antiimperialismo (o la alianza), la acción revolucionaria (o
la necesidad de ganar población) y la autogestión (o la cooperación para
la acción sobre una base racionalista y de generación de conocimiento
compartido).
Hablamos de interdependencia, conexión, saber y acción. La idea de la
interdependencia y la conexión en gran medida ha sido avanzada por el
ecofeminismo y el ecosocialismo actuales; siempre que sean capaces de
desprenderse de sus derivas tradicionalistas, reaccionarias, en las que
se confunde el comunalismo con el culto sectario a la "comunidad total"
y en las que se maximiza el funcionamiento práctico basado en el
"síndrome de Lucifer".
Lo de la relación entre el saber y la acción, queridos lectores, es la
gran cuestión del anarquismo de todos los tiempos. No en vano Guillén
acusaba a los anarquistas, durante la Guerra Civil, de ser
revolucionarios; pero no haberse preparado para hacer la revolución.
Uno envejece cuando sustituye las ilusiones por lamentos. Eso le ha
pasado a la izquierda y al movimiento libertario. Por eso, en lugar de
llamar a los militantes y las gentes activas de las clases populares a
que se sumen al persistente lamento y la nostalgia del mundo pasado, o a
la admiración acrítica, moralista y pasiva de lo que nunca llegó a ser,
o de un colapso futuro; que cual Juicio de Final, separará a buenos y
malos en una catarsis ante la que nada se puede hacer, les decimos, con
palabras de Henry Miller:
"Desarrolla interés por la vida según la estás viendo: en la gente, en
las cosas, en la literatura, en la música; el mundo es tan rico, bulle
con espléndidos tesoros, con almas hermosas y personas interesantes.
Olvídate de ti mismo". Haz.
José Luis Carretero Miramar
https://www.regeneracionlibertaria.org/2024/08/29/un-guillenismo-tras-guillen/
_______________________________________
AGENCIA DE NOTICIAS A-INFOS
De, Por y Para Anarquistas
Para enviar art�culos en castellano escribir a: A-infos-ca@ainfos.ca
Para suscribirse/desuscribirse: http://ainfos.ca/mailman/listinfo/a-infos-ca
Archivo: http://www.ainfos.ca/ca
- Prev by Date:
(ca) Italy, FDCA, Cantiere #28: Bangladesh: la violencia y la represión policial no pasan - Ignazio Leone (de, en, it, pt, tr)[Traducción automática]
- Next by Date:
(ca) Italy, Sicilie Libertaria #451: Una exposición sobre Eros en Noto (de, en, it, pt, tr)[Traducción automática]
A-Infos Information Center