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(ca) TIERRA Y LIBERTAD Nº174: Desarrollo sostenible: una infamia

From worker <a-infos-ca@ainfos.ca>
Date Sun, 19 Jan 2003 15:20:57 -0500 (EST)


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Desarrollo sostenible: una infamia
Rodeada por ocho mil policías en un decorado en el que la
miseria se había disimulado con mucho cuidadito, la Cumbre de la
Tierra, o Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre el
Desarrollo Sostenible, ha llegado a su fin en Johannesburgo.
Mentiras, hipocresía, paranoia y cobardía. Una vez más, los
dirigentes del planeta se han sentido autorizados, entre oscuros
mercadeos, para jugar con la dignidad de los pobres y con la
vida de nuestros descendientes. Ni calendario ni objetivos
marcados, sólo piadosas intenciones: esta cumbre, bloqueada por
el principal emisor de gas carbónico del mundo, Estados Unidos,
constituye un paso atrás respecto a la de Río de Janeiro, más
centrada en las cuestiones de energía y biodiversidad. ¿Hemos de
asombrarnos por ello? Un militante de Greenpeace hizo un balance
escueto: "Es peor que todo lo que hubiéramos podido imaginar".
Algunos osan considerar las inciativas de tipo 2, es decir, la
asociación entre las instituciones públicas, las ONG y el sector
privado, como algo positivo. Como si el único objetivo de los
grandes grupos, al margen del beneficio, no fuera cuidar su
imagen de defensores de la ecología y promotores del
desarrollosostenible. Como si la perspectiva de reducir a la
mitad el número de los que no tienen acceso al saneamiento
pudiera no hacer babear a Suez o a Vivendi.

El mito de la abundancia
En los años sesenta, los visionarios eufóricos nos prometían,
con el apoyo de los datos estadísticos y los modelos
matemáticos, el progreso tecnológico ilimitado, la expansión
económica contínua. La sociedad de la abundancia se iba a
convertir en una condición primordial para la emancipación del
hombre. Aparecía una nueva religión, la del crecimiento. El
rechazo de las limitaciones naturales, la perspectiva exaltada
de la transformación del medio, el principio de eficacia, la
voluntad de poder, la fascinación por la innovación técnica:
todo se conjugaba para centrar la civilización en la producción
de bienes materiales. La máquina debía trabajar a pleno
rendimiento. Y el único indicador del bienestar considerado por
los que decidían era el Producto Interior Bruto (el famoso PIB).
Sin embargo, en los años setenta, esta sacrosanta cruzada
empieza a levantar sospechas; el optimismo de los beat se ve
fuertemente sacudido. Se elevan voces contra las perspectivas de
futuro, contra la huida hacia delante, contra el carácter
ilusorio y absurdo del acto de consumir, contra el riesgo de
sacrificar el porvenir al presente. Llueven las advertencias. Se
habla de "cambio de rumbo", de "crecimiento cero". Los "treinta
gloriosos" viran hacia la pesadilla.
Más o menos confusamente, nace una angustia ante los fracasos
del progreso, percibido como una trampa que se atrapa a sí
misma. El "mal desarrollo" conduce a un callejón sin salida. Al
margen de los más críticos, la contraproductividad se
manifiesta; la opulencia traiciona. La primera cumbre (la
Conferencia Mundial de Estocolomo sobre el Medio Ambiente en
1972) se crea para responder a las inquietudes del momento.
Desde hace treinta años se suceden las cumbres... y la situación
se degrada.
Va a surgir un concepto, en esta ocasión el de "desarrollo
sostenido". Se define como "un desarrollo que responda a las
necesidades del presente sin comprometer la capacidad de
responder a ellas por parte de las generaciones futuras". De
forma más precisa, un proceso por medio del cual el país se hace
capaz de aumentar su riqueza de manera duradera (sostenida) y
autónoma, y de repartirla "equitativamente" entre los
individuos. Esta noción de desarrollo se distingue por tanto de
la de crecimiento económico, en la que el desarrollo va
necesariamente acompañado de una transformación de las
estructuras políticas, sociales e institucionales. Por eso,
precisamente en estos aspectos, social y ambiental, el fracaso
es absoluto.
El pasado 22 de mayo se publicó un informe preparado por mil
cien científicos ("El porvenir del medio ambiente mundial"). Sus
conclusiones fueron las siguientes: en treinta años, el setenta
por ciento de la naturaleza se habrá destruido, un gran número
de especies habrá desparecido y la organización social se
desplomará en numerosos países del mundo.
Muchos de los riesgos medioambientales tienen dimensiones
mundiales: agotamiento o enrarecimiento de las energías fósiles,
modificaciones climáticas por el efecto invernadero, grave
escasez de agua de aquí a veinte años en varias regiones del
globo, reducción de la biodiversidad, degradación de los suelos,
contaminación de diferentes áreas.
En el aspecto socioeconómico, el balance es también desastroso:
persistencia de la subalimentación y la mala nutrición
(ochocientos millones de personas sufren hambre), agravamiento
de las desigualdades sociales (el veinte por ciento de los más
ricos se reparte el ochenta y dos por ciento de los ingresos
mundiales), desmantelamiento de los servicios públicos
(alojamiento, salud, agua, educación, transportes), precariedad,
flexibilidad laboral, exclusión (dos millones de habitantes del
planeta "viven" con menos de un dólar diario).

La ciénaga del reformismo
A pesar de su cinismo a prueba de bombas, los apóstoles del
crecimiento no pueden negar totalmente una realidad tan
siniestra. Tomando conciencia de la extrema gravedad de los
problemas, reconocen sin vacilar que la idea de un islote de
riquezas en un mar de pobreza es intolerable (¡no os riais!),
afirman astutamente que los poderes de la ciencia, de la
técnica, de la industria, deben ser controlados por la ética,
desconfían a la vez del catastrofismo que desespera y del
optimismo que adormece, apelando con emoción a un "civismo
planetario" y concluyen muy naturalmente con el crecimiento como
remedio para todos los males... y especialmente a los del propio
crecimiento.
Algunos ven en la "simplicidad voluntaria", es decir, en el
rechazo al consumo ciego, en la adopción de un estilo de vida
más sobrio, la solución a todos los problemas. Pero no se trata
de un desarrollo colectivo: la referencia no es al conjunto de
la sociedad, sino en el plano local. O sea, mientras que
personas valerosas aceptan, para salvar al planeta, llevar la
vida de Diógenes, otros pueden seguir comiendo caviar, montando
en vehículos de gran cilindrada y, ocasionalmente, permitirse
alguna que otra excursión espacial.
Sin embargo, otros son más lúcidos. "Toda esta cumbre (de
Johannesburgo) no hace sino legitimar las actuaciones del
librecambio, es un fracaso total", se oye decir. Las empresa y
la OMC (Organización Mundial del Comercio) piratean en la
cumbre, y algunos ecologistas se rebelan. "Las empresas están
animadas fundamentalmente por su voluntad de beneficio. Las
condiciones medioambientales y sociales han de someterse a las
condiciones del comercio", se lamenta Ricardo Navarro,
presidente de Amigos de la Tierra Internacional (¡qué
perspicacia, que precisión de análisis! Lástima que sea para no
llegar a ninguna conclusión).

El capitalismo a juicio
Quizás haría falta precisamente decidirse a plantear las
preguntas adecuadas y emplearse en profundizar en nuestras
reflexiones. Se sabe desde hace mucho tiempo que las grandes
compañías son cada vez más poderosas que los Estados pequeños y
medianos, y que pueden imponerl a estos sus decisiones bajo la
presión constante de los lobbies industriales. Se sabe que en
Estados Unidos las políticas medioambientales y energéticas
están controladas por un grupo de dirigentes, o de antiguos
dirigentes, de compañías petrolíferas y químicas cuyo objetivo
es desinformar, sembrar la duda y la confusión.
Se sabe que los criminales que, por las decisiones que toman o a
las que inducen, juegan con la vida de generaciones futuras y
liquidan el patrimonio natural, no retrocederán ante nada y se
encarnizarán en el sabotaje sistemático de todo proyecto que
limite el crecimiento y, por tanto, el beneficio. Basta con
escuchar al portavoz de la Casa Blanca: "El consumo fuerte de
energía forma parte de nuestro modo de vida, y el modo de vida
americano es sagrado".
Pero lo que hay que comprender por fuerza es que la noción de
desarrollo sostenible es rigurosamente incompatible con la
naturaleza misma del sistema capitalista. Es deliberado en el
capitalismo el derroche, que fomenta y le es inherente:
disminución de la duración de los bienes de consumo y de su
reparación, multiplicación de los objetos desechables,
publicidad favorecedora de la renovación incesante de los
artículos, de los nuevos modelos, de los embalajes de los
productos, etc. Para satisfacer la ebriedad del beneficio, habrá
que estimular artificialmente la demanda. Porque en una
competición que se hará cada vez más feroz, el reto no ha sido
nunca la satisfacción de las necesidades fundamentales, la
mejora del nivel de vida o la utilidad social, sino más bien el
aumento de las cifras: no se subrayará nunca lo suficiente la
enorme responsabilidad de los que han desencadenado,
conscientemente, esta loca carrera.
El capitalismo sólo puede dar lugar al derroche de los recursos
naturales. Porque no hay ninguna proporción razonable entre el
tiempo de los grandes ciclos físico-químicos, de los mecanismos
que aseguran la estabilidad del ecosistema, y la búsqueda
inmediata del beneficio. Porque la ciencia económica, la que
justifica el capitalismo, no se preocupa ni de lo que antecede
ni de lo que sigue al ciclo producción-consumo. Porque los
precios bajos de las materias primas promovidos por las firmas
multinacionales incitan al consumo creciente, a una dilapidación
de los recursos. Porque si los mercados pueden producir riqueza,
no la quieren repartir. Porque la búsqueda del beneficio
engendra y necesita una acumulación de capital cada vez mayor.
El capitalismo no puede permanecer quieto: debe crecer o morir.
Así, la lógica de crecimiento infinito que le caracteriza, y que
permite un modo de vida basado en el consumo de un capital no
reproducible y físicamente insostenible.
El escenario más dramático sería la pasividad, o al menos la
ausencia de una reacción significativa. La resignación es un
suicidio. La facultad de adaptación y de absorción del sistema
capitalista es considerable (la descontaminación se ha
convertido en un mercado jugoso); el cinismo de sus defensores
no tiene límites. Desigualdades, miseria, destrucción del medio
natural, estos fracasos forman parte del modo de producción
capitalista. Porque el derroche de los recursos naturales así
como el crecimiento de la desigualdad son los motores del
capitalismo, todo combate a favor de un desarrollo sostenible ha
de ser anticapitalista por necesidad. Cuando, por medio de la
privatización de los recursos naturales, la supervivencia de la
especie humana está en juego, la revuelta no es un derecho, es
un deber. Si la juventud de hoy no lo comprende, lo lamentará
amargamente. Y los que no contribuyen activamente a la toma de
conciencia de esta juventud a la que legamos una herencia
escandalosa, tienen una parte de responsabilidad.

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